Poetas con Luz Ambiente, Carmen Manzaneque
“Aprendí a leer con cuatro años; a los cinco, según alardeaba mi madre, ya leía el periódico. Yo, a decir verdad, no guardo recuerdo de este hecho concreto. Sí recuerdo, en cambio, el afán por hojear las páginas de cualquier libro que cayera en mis manos, buscando con ansia esos textos que a mí me parecía que contenían música. Alguien me dijo que aquello era poesía”.
En esta ocasión me desplazo a la vivienda de Carmen Manzaneque, criptanense afincada en Illescas. Como es habitual en el proyecto, antes de la sesión siempre mantengo una charla explicativa, que me sirve para ir rompiendo el hielo y hacerme una composición del lugar en el que haremos “el shooting”. Por lo tanto ya llevaba una idea de cómo se iba a realizar, serian retratos en diferentes planos al lado de grandes ventanales con los que cuenta en diferentes estancias. Así fue y con resultado muy satisfactorio, aunque como se puede comprobar en la captura elegida, el punto de vista es inusual en el proyecto y es eso justamente el motivo de elegirlo, aún contando con retratos que sin lugar a dudas me hubieran hecho emplear bastante tiempo, en la elección de uno de ellos.
No en todos los espacios puedo contar con un punto de vista tan elevado y tan agradecido. El elemento connotativo en esta ocasión, es la diagonal que ejerce en la composición el elemento sofá. Fueron cuatro tomas, se me hacían estáticas aún componiendo tanto en vertical como en horizontal, en mi opinión la solución se encontraba sencillamente en conseguir esa inclinación que le aportaría un punto de dinamismo a la escena que de por sí con los elementos que cuenta se me hacia muy estática.
Carmen Manzaneque
Aprendí a leer con cuatro años; a los cinco, según alardeaba mi madre, ya leía el periódico. Yo, a decir verdad, no guardo recuerdo de este hecho concreto. Sí recuerdo, en cambio, el afán por hojear las páginas de cualquier libro que cayera en mis manos, buscando con ansia esos textos que a mí me parecía que contenían música. Alguien me dijo que aquello era poesía.
Me atreví a ser poeta a eso de los quince.
Seducida por las rimas de Bécquer y enamorada de un adolescente engreído (de cuyo nombre no quiero acordarme) escribí mi primer poema de amor. A este le siguieron otros, cada vez más ardientes, que me mantenían en un estado de abstracción tan preocupante, que mi madre, aquella que se enorgullecía por mi precocidad lectora, comenzó una persecución implacable para cortar mis ínfulas de poetisa. Al grito de ¡Ya estás otra vez escribiendo tonterías! me arrancaba con brusquedad de los brazos de las musas y me empujaba a la vida real. No, no lo tuvimos fácil la poesía y yo. Así que, huyendo de la incomprensión materna, empecé a esconderme en el armario de mi cuarto y allí, en silencio y casi a oscuras, aprendí al fin a desnudar mi alma.
De esta manera fue mi entrada en el mundo casi esotérico de la poética, no por sus medidas sino por su duende. Ahora, trabajo con las herramientas que me ofrece y gozo con ellas, guiada del instinto más que de la voluntad o de la lógica. Bailo con las palabras y dejo que me acaricien o me arañen. Que me lleven al dolor o al éxtasis. Todo menos quedarme indiferente.
La poesía. Siempre la poesía. No recuerdo un solo día de mi vida en que no haya deseado ser poeta.